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Así se viajaba en el Titanic

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En aquélla época, principios del siglo XIX, la travesía del Atlántico en barco era un viaje con mayúsculas. Surcar ese gran océano con vientos que superaban los 90 kilómetros por hora y olas de seis metros era muy incómodo y desagradable, aunque se viajara en primera. Claro que los polizones y los que habían comprado el pasaje más económico sufrían mucho más que los ricos.

Cien años más tarde he tenido el gusto de atravesar durante veinte días el Atlántico en un hotel flotante como aquél Titanic. Sería injusto llamarlo un barco. Flotaba, claro que flotaba, pero las tres piscinas exteriores, el campo de baloncesto en el piso trece (si trece pisos tenía la nave), los múltiples ascensores, el casino, las tiendas de ropa, perfumes o relojes y el teatro…, harían inexacto catalogar ese enorme dinosaurio de barco. Muchos lo llaman crucero, pero con tres mil personas a bordo más que un crucero es un club social.

Durante todo el día apenas había cuatro horas en las que no fuese posible comer. El resto de la jornada estaba abierto el buffet o el restaurante, y siempre había disponible café y frutas.

Comer era sin embargo un problema para mi, porque había que elegir. O pizza o hamburguesa, o mantel de lino o servilleta de papel. No es que hubiera que elegir puesto que uno podía sentarse en la mesa tantas veces como quisiera, pero mi estómago de ciclista acostumbrado a comer como un pájaro no tenía tiempo para hacer la digestión entre la comida y la merienda.

Cada noche recibías en el camarote un diario con las novedades y los entretenimientos del día siguiente. Desde cursos de cumbia, a clases de cocina o italiano. El enorme cascarón de trece pisos iba destino a Italia, de ahí los deseos de algunos pasajeros de hablar un poco de esa lengua.

Hizo algunas paradas en las islas Canarias y en otros puertos de España, pero no descendí a tierra. Mi idea es regresar a España en bici cuando acabe la vuelta el mundo, y para eso faltan aún bastantes meses. Casi todo el pasaje se bajaba en las paradas y, en ese momento, el crucero de 3.000 personas se convertía en mi propio yate privado. Saltaba de piscina en piscina, me metía en el jacuzzi y podía elegir cualquier máquina del gimnasio que, durante la travesía, estaba sin embargo atestado. Todos querían quemar calorías para poder seguir comiendo. Aunque en el gimnasio había una báscula no marcaba bien el peso porque el barco se movía demasiado.

Si ese gigante de hierro se balanceaba en el Atlántico, no quiero pensar lo que podía mecerse el Titanic cien años atrás. El famoso barco no le llegaría al mío al piso siete.

La mayoría del pasaje eran jubilados, algunos con más de veinte cruceros a sus espaldas, auténticos expertos en descubrir la comida más suculenta o la mejor tumbona de la piscina. Siendo mi primer y, posiblemente, último crucero, me contentaba con encontrar mi camarote sin dar demasiadas vueltas en vano.

Cuando llegamos a Génova (Italia), y descendí con la bicicleta, volví inmediatamente a sentir hambre, pero ya era demasiado tarde, mi Titanic había zarpado con nuevos y hambrientos pasajeros.


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